Venturas y desventuras del uso de psicofármacos
A veces los estímulos con los que nos enfrentamos, son intensos y nos sumergen en situaciones complejas. Pero no es bueno negar la emoción y tratar de desembarazarse pronto de ella sin intentar entender lo que nos ocurre y encontrar las mejores opciones de acción.
Créame lector que la anécdota que pasaré a relatarle, no tiene una gota de ficción. La única licencia que voy a tomarme está en el título de la nota, ya que, parafraseando una conocida canción, hablaré de una “viejita” y no de una “rubia”, en el avión.
Hace ya unos cuántos años de éste singular suceso. Volvíamos con mi esposa de Madrid a Buenos Aires y, en un vuelo placentero, habíamos partido hacía unas tres horas de Barajas.
De pronto, por el alta voz, se escuchó algo así como “Atención Sres. pasajeros. Les habla el Comisario de a Bordo. Si hay algún médico entre ustedes, le rogamos se comunique con alguien de la tripulación. Muchas gracias”. Es una obligación ética colaborar y, esperando no vérmelas con un “abdomen agudo” (recuerden que mi especialidad es la psiquiatría) me puse a disposición.
La azafata me condujo rápidamente al lugar donde ellas trabajan y allí estaba una viejecita de pelo blanco, profiriendo airadas quejas y diciendo a viva voz, que “como ya había terminado la película, le abran la puerta que ella inmediatamente volvería a su casa”.
La señora viajaba sola, y estaba en medio de un evidente episodio confusional, desorientada en tiempo y espacio, y comenzaba a excitarse. Un colega, que había llegado antes que yo al lugar, tomó una jeringa y la cargó con un medicamento del botiquín del avión.
“Es un sedante”, me informó. Y sin más procedió a inyectar a la señora en la nalga, a través del pantalón. Cuando ella sintió el pinchazo, pegó un alarido y se dio vuelta propinándole una sonora cachetada a uno de los dos médicos presentes. No precisamente al que le había dado la inyección, sino a quién esto escribe, que fue el primero que encontró cerca. Mis anteojos volaron y la señora “voló” a donde estaban los otros pasajeros, muy alterada y pidiendo a los gritos que “abran la puerta”.
Imagine lector la escena. Con dos azafatas comenzamos a “perseguir” a la señora que iba y venía entre las filas de asientos cada vez más excitada.
A veces, algunos psicofármacos, (o el pinchazo) producen una reacción paradojal y excitan al paciente en vez de sedarlo. Quizás éste era el caso. En el botiquín no había ninguna otra medicación adecuada. El colega del pinchazo inoportuno se esfumó, y a mí se me ocurrió pedirle al Comisario de a Bordo que se dirija a los pasajeros, que ya comenzaban a preocuparse y les dijese, primero que era imposible que la señora “abra la puerta” (algunos, no pocos, expresaban temor al respecto) y segundo, si podían facilitarnos algún psicofármaco, para ver si encontrábamos algo más adecuado para medicar a la señora.
Todos, (quizás exagere con el “todos”, pero no tanto) los pasajeros empezaron a buscar en sus bolsos y carteras de viajes. Dos azafatas pasaban con una bandeja y allí depositaban sus cajitas o blíster de psicofármacos.
¡Montañas!, lector, no exagero. No una o dos cajitas. ¡Una farmacia!
Encontré entre ellas unas gotas que juzgué apropiadas y una dulce azafata hizo que la señora que seguía gritando pero ya se estaba cansando, aceptase tomar un “inocente” vaso de agua.
De a poco se fue calmando y logramos que vuelva a su asiento. La dulce azafata se sentó junto a ella. Y luego de un largo rato, roncaba (la viejita, no la azafata).
Se apagaron las luces de la cabina y todo volvió a serenarse. Pude controlarle presión y pulso a la señora un par de veces. La azafata permaneció a su lado.
Los viajes suelen ser algo aburridos, y yo recuerdo éste con especial afecto.
Pero digo ahora: si los psicofármacos son “remedios” para personas con problemas mentales, y el porcentaje de los que los llevaban en ese vuelo era, a todas luces, altísimo, uno podría inferir que viajan por Iberia, una enorme cantidad de seres afectados mentalmente. Deducción que el lector tiene derecho a no aceptar pues, a todas luces, es forzada o incorrecta.
Pero ¿y entonces? ¿Cómo se explican las dos “montañas” de cajitas? (que fueron prolijamente devueltas para evitar un “motín abordo”).
Para dejar dormir tranquila en el avión a la pobre señora de la canción, digamos que su problema, posiblemente era de causa neurológica, no psiquiátrica. Quizás con un deterioro cognitivo y alterada por encontrarse en un espacio desconocido.
No parecía haber otra causa, salvando la precariedad diagnostica propia de la situación.
Pero, ¿y el resto de los pasajeros?
Creo que se usa y abusa del psicofármaco, que se ha convertido en estos tiempos en una especie de “cosmético”. En la cartera de la dama o en el portafolio del caballero, junto al lápiz labial o el celular, hay un blíster de algún sedante de moda. “Te clavás un… y estás tranqui” dice la gente.
Se consiguen fácil. A veces los venden sin receta.
Otras veces se indican correctamente, para una circunstancia especial, pero luego el colega que lo hace o algún otro, los sigue indicando indefinidamente.
En alguna ocasión el paciente lo pide y se lo otorgan como si fuesen inocuos y puedan tomarse “de por vida”.
Millones de comprimidos de sedantes, hipnóticos, antidepresivos, antipsicóticos se consumen en nuestro país (y en el mundo). A veces bien indicados por un especialista preparado. Pero a veces no. Lamento decirlo. Del uso se ha caído en el mal uso y en el abuso. Los grandes laboratorios de la industria farmacéutica, felices. Ganan con esto muchísimo dinero.
Los psicofármacos aparecieron en la escena terapéutica en la segunda mitad del siglo XX, con gran expectativa pues la psiquiatría parecía haber encontrado “píldoras mágicas” que curarían los graves problemas de varios de sus pacientes.
El primero de esos medicamentos fue la clorpromacina, que se demostró muy eficaz en la sedación de pacientes “condenados” a vivir en manicomios de un modo calamitoso. Esta sedación permitiría una mejor llegada a esos pacientes que se verían así beneficiados con una relación psicoterapéutica y socioterapéutica que antes resultaba casi imposible.
Lamentablemente no siempre fue así y en no pocos casos los manicomios se tornaron “depósitos” de gente adormilada.
Mientras tanto los laboratorios introdujeron fármacos que podían usarse en personas no internadas.
Atenuadores de ansiedad (ansiolíticos) y luego estimulantes, (antidepresivos).
La relativa eficacia de sus resultados, ayudaron a darle preponderancia a la hipótesis que sostiene que los problemas mentales se originan en un mal funcionamiento del cerebro. Hipótesis para nada demostrada, pero que contribuyó a difundir el uso de estos medicamentos de un modo masivo.
Se fue viendo que, los pacientes graves, sobre todo a largo plazo, no mejoraban lo esperado y los efectos indeseables de los tranquilizantes mayores o neurolépticos, no eran menores y generaban, a veces, otra clase de deterioro.
En el tema de la depresión, la cantidad de casos diagnosticados aumentó, hacia fines del siglo XX y aún ahora, en progresión geométrica, a la par de la indicación de los antidepresivos que llegaron a denominarse “la píldora de la felicidad”. El propio Woody Allen promocionó una de las marcas en sus difundidas películas.
Actualmente se augura una “epidemia de depresión” que llegaría a afectar el 20% de la población mundial, lo que no deja de ser un contrasentido, pues se contaría con la cura precisa, el antidepresivo, y sin embargo aumentaría el mal que ese medicamento cura.
Desde mi punto de vista, apoyado en la opinión de profesionales de prestigio en el país y en el mundo entero, y también en serios estudios clínicos, los problemas mentales se originan en dificultades de la relación de las personas consigo mismas y/o con los demás, y encuentran el eje de su abordaje en la psicoterapia, es decir la conversación dirigida por un profesional convenientemente formado, psiquiatra o psicólogo, en algunas de las escuelas psicológicas desarrolladas, que han demostrado eficacia cierta.
El psicofármaco puede ser una ayuda eficaz para atenuar síntomas, pero no todos los pacientes lo necesitan y nunca “de por vida”.
En problemas más graves, (psicosis, adicciones) la socioterápia es de inestimable utilidad (centros de día, acompañamiento terapéutico, terapia ocupacional, musicoterapia y, de ser necesario, internación por el menor tiempo posible).
Pero hay más.
Somos seres emocionales, y por tanto los sentimientos están siempre presentes en todas las acciones de nuestra vida. Son su fundamento.
Las emociones no deben confundirse con patología alguna.
Sentimos, alegría, tristeza, miedo, desagrado, enojo, en distintas ocasiones. Siempre estamos sintiendo algo. Cuando yo escribo esta nota, lector, o cuando ud la lee, sentimos alguna emoción.
A veces los estímulos con los que nos enfrentamos, son intensos y nos sumergen en situaciones complejas. Pero no es bueno negar la emoción y tratar de desembarazarse pronto de ella sin intentar entender lo que nos ocurre y encontrar las mejores opciones de acción. Tampoco es bueno entregarse sin más a la emoción y quedar preso de ella. Me gusta repetir que “las emociones deben ser nuestros guías, pero no nuestros jefes”.
Es entendible sentir miedo a viajar en un avión, por ejemplo. Somos seres de la tierra, no del aire como los pájaros. Sólo la notable inteligencia humana nos permitió inventar una “máquina que vuela”.
No es necesario recurrir al fármaco para viajar.
Uno puede aprender a relajarse, a respirar. O a tomarse fuerte de la mano de alguna compañía como si fuésemos niñitos. O, simplemente, subir al avión y aguantarse el miedo. No hay patología alguna en ese miedo. No estamos enfermos. Y si no lo estamos, para qué tomar “remedios”?
La vida no debe medicalizarse, es decir, confundir problemas con enfermedades. Y mucho menos, medicarse.
La vida se vive, se afronta, se aprende, una y otra vez. Siempre.
Después de todo, la viejita del avión llegó serena a Ezeiza. Alguien podrá decir que porque fué medicada. Tal vez. Pero yo tengo otra teoría que no se contrapone: la azafata, que era dulce de verdad, se quedó al lado de ella todo el viaje. Le tomó de la mano. La ayudó a comer. Y, no pocas veces, le acarició su blanca cabellera. El afecto es una buena medicina. Qué duda cabe!
Meses después, Iberia me mandó una carta de agradecimiento y unas millas de regalo.
Ah! Y antes de bajar del avión, la viejita me dio la mano y me regaló una sonrisa… Buenos honorarios!
Ernesto M. Rathge
Médico psiquiatra y psicoterapeuta
Publicado el 16/06/2018 en el suplemento MAS del diario "La Capital"
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