Una anécdota familiar despertó en el autor la curiosidad por las personas con padecimientos psíquicos. ¿Por qué no se cambia el abordaje de los problemas de salud mental?
¿Y qué son los locos, mamá? Los locos son gente loca, contestó Celi, especialista en tautologías, y los tienen encerrados porque son locos.
Si bien nací en Rosario pasé mi infancia en un pequeño pueblo de la provincia de Santa Fe, donde mi padre ejercía la odontología.
Cada quince días al menos subíamos al viejo Chevrolet 39 que mi padre manejaba orgulloso y nos trasladábamos a esta ciudad a visitar a la familia de mi madre. Salíamos el sábado, apenas pasado el mediodía, y retornábamos el domingo por la tarde, escuchando el partido por la radio. Así, muchos años, hasta que la familia se trasladó definitivamente a Rosario.
Recuerdo el ronquido extraño del motor del Chevrolet, y el empeño con el que mi padre lo cuidaba, lustrándolo hasta dejarlo impecable.
Veníamos por la vieja ruta (aún no había autopista). Parábamos en Barrancas a mitad de camino (sándwiches de miga inolvidables). Tres horas duraba el viaje. Patoruzitos y "revistas mejicanas" para leer y la modorra inevitable de la siesta santafesina.
Así la rutina. Pero un día, un suceder extraño me mantuvo curioso, en vilo. Estábamos por partir y un señor del pueblo a quien yo conocía de vista (uno conoce a todo el mundo en los pueblos pequeños) conversó con mi padre al costado del auto y le entregó un paquete que me pareció de gran tamaño, envuelto en papel madera y atado con hilo sisal.
Mi padre puso el paquete en el baúl del auto y partimos. "¿Qué es eso, papá?" La respuesta fue el silencio. Insistí...nada. "Calláte Ernestito y leé las revistas. Tomá el Patoruzito", terció mi madre, consumada mediadora.
Ya habíamos pasado Barrancas y el Chevrolet se desvió en un camino bordeado de árboles que, ahora, se me antojan inmensos.
¿Dónde vamos?, pregunté. Silencio. Mi padre detuvo el auto al lado de un portón, sacó el paquete del baúl, y caminando unos metros se acercó a una casilla. Deduje que era un cuartel (tenga en cuenta lector que esto ocurrió a fines de los cincuenta y no era raro que hubiese cuarteles militares en todas partes). Mi padre le entregó el paquete a un guardia y continuamos el viaje. Lo acribillé a preguntas. ¿Qué lugar era ese? ¿Para quién era el paquete? "Explicále Celi", ordenó mi padre, hombre bueno pero de pocas palabras. Doña Cecilia, su vocera oficial, dijo casi susurrando: "Es un lugar donde encierran a los locos. Un manicomio".
¿Y qué son los locos, mamá? Los locos son gente loca, contestó Celi, especialista en tautologías, y los tienen encerrados porque son locos.
¿Los encierran? ¿Y por qué?. Comencé a llorisquear.
Pueden ser peligrosos, afirmó Cecilia, pero enseguida, con esa clase de duda que, creo, me ayudó siempre en mi vida, retrocedió: Bueno. No sé si está bien que los encierren. Lejos de la familia. Tampoco sé si son peligrosos.
¿Y para quién es el paquete?, repregunté. Es para un loquito pobrecito del pueblo. Se lo manda la familia. Es jovencito, dijo.
Y si es jovencito ¿por qué no está con su papá y su mamá?, quise saber. El Chevrolet se llenó de silencio. Creo que, de a poco, me fui durmiendo.
Durante 2018 y 2019 se llevó a cabo el Censo Nacional de Personas Internadas por Motivos de Salud Mental (CNMSM), en la República Argentina. Arrojó el siguiente dato: 12.035 personas se hallan alojadas en 162 instituciones psiquiátricas, 41 de las cuales son públicas. El tiempo promedio en que esas personas permanecen internadas es de 8,2 años, con un promedio de 12,5 años para el sector público y 4,2 para el privado. El 30 por ciento de las personas censadas, estuvo internada al menos 8 años o más.
Entiéndase bien lector, hablamos de años, no de días, semanas o meses. ¡Años!
Es evidente que algo funciona mal en los modos de atención de las personas con problemas graves en su salud mental.
No pueden pensarse como curativos, procesos "terapéuticos" que implican la ruptura inevitable de los lazos sociales. Los pacientes demandan ser asistidos en su sufrimiento y terminan siendo, literalmente, encerrados, aislados de sus familias que viven la desgarrante pérdida de uno de sus miembros y carecen, con seguridad, de las guías necesarias para evitarlo.
Debo confesar, lector, que la anécdota de mi infancia, verídica por cierto, con la que he comenzado esta nota se activó en mi memoria al leer los datos notables que surgen del censo. Los "loquitos pobrecitos" existen todavía, a pesar del tiempo transcurrido. Es que, sobre todo en la atención del paciente psiquiátrico grave se parte, al menos, de dos premisas equivocadas.La primera es que "es mejor que los locos estén aislados". Cierto es que, a veces, la internación psiquiátrica está correctamente indicada, si la persona no puede ser contenida y se constituye como un riesgo para sí mismo y/o para terceros. Pero las internaciones deben ser lo más cortas posibles (días, semanas a lo sumo) y siempre con el objetivo terapéutico de la externación pronta, para lo cual es fundamental el trabajo psicoterapéutico que se haga con la familia y con el paciente.
La segunda premisa errónea, es la de suponer que los problemas psiquiátricos son enfermedades del cerebro de origen genético. Las psicociencias, que se ocupan de estas problemáticas, se refieren a situaciones relacionales de la persona consigo misma y/o con su contexto familiar cercano. Ahí están y ahí hay que buscar el origen de éstos problemas. Como explica claramente Richard Bentall en su libro Medicalizar la mente (Editorial Herder), los procesos de enfermos mentales "encuentran su raíz en la angustia que se da en los seres humanos (...) a causa de relaciones poco satisfactorias con otros seres humanos", a veces muy graves, me permito agregar.
Suponer que el problema "está en el cerebro" genera un efecto de reduccionismo explicativo denominado "cerebrocentrismo" y hace pensar que los psicofármacos son el tratamiento principal y, no pocas veces, excluyente. El psicofármaco, indicado correctamente y en dosis adecuadas es una ayuda eficaz para la reducción de síntomas, pero nunca será suficiente para abordar problemas que se originan en la relación de la persona y sus circunstancias. Y aún si enfermedades graves como las psicosis esquizofrénicas tuvieran una base orgánica cerebral (cosa que no está demostrada científicamente), nunca el psicofármaco es la única indicación. Siempre será necesario ayudar al paciente a reparar en lo posible su trama relacional seguramente muy afectada.
En síntesis, ni el aislamiento ni la medicación como únicas alternativas son opciones terapéuticas válidas, sobre todo, prolongadas groseramente en el tiempo como se desprende del censo y con indicaciones del psicofármaco en dosis que desconectan aún más al paciente.
Los procesos terapéuticos deben devolverle al paciente la capacidad de afrontar las circunstancias de su existencia, en contextos de calidez y amabilidad, que le ayuden a mejorar su calidad de vida, a reparar sus vínculos sociales dañados, a recuperar o crear aptitudes laborales, mostrándole que hay un "más allá de la enfermedad mental" (Richard Bentall). Por supuesto que la familia del paciente debe recibir la ayuda pertinente para afrontar la siempre difícil tarea de contención y reformulación de los modos de vincularse.
Un equipo compuesto por psicoterapeutas (psiquiatras o psicólogos adecuadamente preparados) que realicen psicoterapia individual y familiar, psiquiatras psicofarmacólogos, terapistas ocupacionales, musicoterapeutas, asistentes sociales, enfermeros especializados, con dispositivos de atención que no sólo se reduzcan a instituciones de internación, sino también a centros de día, casas de medio camino, equipos de atención de crisis, serán la respuesta profesional adecuada.
Vale agregar que la Argentina cuenta con una muy aceptable Ley de Salud Mental, lamentablemente no bien implementada aún, que contempla todas estas perspectivas. Mucho debe hacerse todavía. Pero es perfectamente posible realizarlo.
La historia del "loquito pobrecito" de mi pueblo no tiene final, o mejor dicho, su final se perdió en las nieblas de mi memoria. Varias veces más llevamos "el paquete". Creo, o quiero creer, que al final se escapó del manicomio y volvió a su casa en el pueblo. Pero no sé. Lo que sí recuerdo es que, muchos años después, el día que recién recibido de médico comuniqué a mi familia que elegía la psiquiatría como especialidad, mi padre dijo: "¡Muy bien!". Y mi madre, especialista en dudas y replanteos, preguntó y afirmó: "¿Y por qué no hacés neurología? Los psiquiatras son más bien raros". "Son cosas muy distintas, mamá". "Bueno, pero nunca internes a nadie inútilmente". Fin de la historia, o su principio.
Ernesto M. Rathge
Médico psiquiatra y psicoterapeuta
Publicado en el suplemento MAS de La Capital el Domingo 06 de Octubre de 2019
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