Un análisis sobre los desafortunados hechos que provocaron la suspensión del partido entre River y Boca. La acción casi incomprensible de una madre que usó a su hijo para intentar ingresar pirotecnia al estadio. ¿En qué cultura vivimos para que esto sea posible?
Así como el éxito no es un destino, el fracaso tampoco. Ni mucho menos. Pero los problemas no se resuelven si no se reconocen. Y confío en que tenemos la capacidad o podemos aprender y adquirirla para hacerlo.
Quizás entre la gran cantidad de desafortunadas circunstancias que rodearon la suspensión del partido entre River y Boca hay una que llamó notablemente la atención. Se trató de una situación, registrada en un video, donde una señora adhiere al cuerpo de su hijito una cantidad de elementos de pirotecnia con el propósito de hacerlos ingresar al estadio, descontando que la policía no iba a revisar al pequeño.
Yo mismo subí el video a mi Twitter y un compañero de ese espacio me preguntó cómo podía comprenderse esta actitud de una madre para con su niño.
Sabemos, le contesté, que la emoción básica que nos define a los seres humanos es el amor y que su expresión más representativa es la relación materno—infantil, pues en esa ternura implícita se va constituyendo nuestra humanidad. Pero los contextos en los que vivimos moldean esa interacción y la potencian o la atenúan. El amor de la madre por un niño es el punto de partida, pero no necesariamente el destino. Eso depende mucho de los estilos culturales, del ambiente en el que se desarrolla la vida de las personas.
Entonces vale preguntarse: ¿En qué tipo de cultura vivimos los argentinos para que esas acciones sean posibles, para que los niños que junto a sus padres fueron a ver un partido de fútbol tengan que retirarse asustados por las corridas, los robos y los desmanes que se dieron a la entrada y a la salida del estadio? Y para que un grupo de jóvenes deportistas (porque eso son) que iban a jugar un partido (porque simplemente eso era) hayan sido agredidos con piedras, lastimados, con riesgo para su vida... (el conductor del vehículo que los transportaba perdió el control del volante y podría haber chocado o tumbado hiriendo quizás a otras personas). ¿En qué sociedad vivimos para que las fuerzas de seguridad no puedan detener a tiempo a personas violentas que agreden salvajemente a sus semejantes?
Vale la pena reflexionar para contestarnos esas preguntas. Yo intentaré mis respuestas.
Una cultura es una red cerrada de conversaciones que se estabilizan con el tiempo y abarcan a un grupo determinado de personas. Una familia es una cultura. Un club es una cultura. Una empresa es una cultura. Una ciudad lo es. Y por supuesto un país.
"Cerrada" quiere decir que se vuelve sobre sí y otorga características propias a ese grupo de personas. Y se basa en el tipo de conversaciones que allí se establecen. "Conversar" es una palabra que viene del latín "conversari" y significa, "vivir, dar vueltas en compañía". El conversar sirve para ponerse de acuerdo con los demás en las mejores cosas que podemos entender y hacer juntos. Podríamos llamar a esto "conversaciones virtuosas". Pero las hay destructivas, viciosas, en realidad "no conversaciones". La predominancia de un tipo u otro genera resultados de gran significación para el grupo de personas implicadas.
Podemos decir también que la cultura es el conjunto de soluciones que un grupo social da a los problemas que lo afectan. Y que las soluciones pueden ser buenas o malas. Adecuadas o inadecuadas. Inteligentes o torpes.
Hay cuatro deseos básicos que los seres humanos necesitamos satisfacer: el primero es sobrevivir dignamente, luego disfrutar, también vincularse con otros y por último, no menor, ampliar las posibilidades de cada uno a los efectos de aumentar su potencia vital, su "conatus", como le llamaba a esto el filósofo Baruch Spinoza.
Entonces, de acuerdo a cómo una cultura proponga soluciones a sus problemas que permitan la realización de estos cuatro deseos básicos, podemos decir que es una cultura inteligente o una cultura fracasada.
Pero hay un punto que debe ser rápidamente aclarado. Los seres humanos somos básicamente seres sociales. No existe el individuo aislado. Y, paradójicamente, esa red social que tejemos está integrada por individuos que la producen y son a la vez producidos por ella. No somos un hormiguero donde cada hormiga es una "partícula" que se sacrifica por un objetivo: la perpetuación del hormiguero. Somos seres libres que vivimos en comunidad.
Como en el cuadro del artista holandés M. L. Escher, que ilustra esta página, una mano (el individuo), produce otra mano (la sociedad) y viceversa.
Se equivocaba Margaret Thatcher cuando afirmaba: "No existe lo que llamamos sociedad: solo existen los individuos". Y se equivocaba Benito Mussolini al decir: "El Estado lo es todo. El individuo no es nada", expresión con la que hubiese coincidido su coetáneo Stalin (y me permito afirmar, aunque éste no es un escrito sobre el tema, que no pocos de nuestros líderes políticos se acercan en mayor o menor grado a cada una de esas polaridades).
Son falsas oposiciones. De las interacciones entre personas surgen instituciones, símbolos, conceptos, formas de hacer que están a disposición de los individuos aumentando o disminuyendo sus posibilidades.
El todo es más que la suma de las partes. O menos. Ahí está la clave.
Me la tomo con los políticos. Pero uno muy conocido decía que "la Argentina está condenada al éxito". Ni el desarrollo de una persona, ni tampoco el de un país, es un destino, sino una tarea.
Y esos cuatro deseos de los que les hablé carecen de sentido si no abarcan a todos. Sobre todo a los más frágiles, a los más débiles. La tarea es ardua, pero inevitable.
Nadie se salva solo. Y tampoco una sociedad se realiza anulando a sus individuos.
Pero la pobreza, la ignorancia, el miedo, la violencia, la corrupción, el dogmatismo, el racismo, son flagelos sociales que destruyen posibilidades. Y una sociedad será inteligente o no si evita esos flagelos y produce valores como responsabilidad, honestidad, integridad, humildad, respeto.
Me temo que en ese sentido nuestro país, nuestra cultura, nuestra sociedad, carezcan en gran medida de esa inteligencia colectiva. No sólo no evita sino que parece cultivar esos flagelos.
Y lo ocurrido con el fútbol es un ejemplo demasiado claro de ello. Esa actividad que nos apasiona a muchos y a la que yo iba de niño de la mano de mi tío abuelo (tercera, reserva y primera, en el parque de la Independencia. Sándwich de milanesa preparado por mi abuela) ha ido mutando en esto, en esta tragedia de violencia, corrupción y miedo. El fútbol deviene entonces, representativo de cómo nos va. Amplificado sin duda por la pasión que despierta y la visibilidad que lo sostiene.
Estamos fracasando. La nuestra no es una cultura inteligente. Al contrario.
Me excede la receta de soluciones. Tan sólo puedo afirmar que depende mucho de lo que cada uno haga. Esos valores positivos que mencionamos surgen del corazón y de la mente de cada persona.
Pero esta es una sola de las manos de Escher.
Para la otra, la de la sociedad, me atrevo a señalar tan solo algunos rumbos que los ciudadanos deberíamos atender.
La erradicación de la pobreza es un imperativo ineludible. Los más débiles primeros.
Es fundamental también el control y la sanción de la violencia y la corrupción.
Pero creo que lo central es el cuidado y la educación de nuestros niños. Esto depende de familias inteligentes y de políticas educativas solventes. Vuelvo entonces a la anécdota del principio. Representa todo lo que no debe hacerse. Como dice el biólogo chileno Humberto Maturana: "Somos los niños que criamos". Y enseña que el futuro es responsabilidad de los adultos que los criamos hoy.
José Antonio Marina, un filósofo español que mucho me ha inspirado en este escrito, afirma que "la humanidad se rehace en cada niño que nace". Y razón tiene. Los niños nacen con un cerebro inmaduro, parecido de algún modo al cerebro de los primeros humanos, y adquiere en unos años lo que a la humanidad le ha llevado miles de años inventar. Aprende a hablar, a escribir, a leer, a jugar, a crear.
Pero la genética del cerebro sólo ofrece la posibilidad de que eso ocurra. No es suficiente. Prueba de esto es que los extraños casos de niños criados por lobos desarrollan hábitos lobunos, no humanos. El niño que es muy dependiente de su ambiente por definición necesita de estímulos adecuados que provengan de ese ambiente. Esos estímulos son los que lo humanizan.
Un proverbio senegalés dice: "Se necesita una aldea entera para criar a un niño".
Pensemos una vez más en el niño de las bengalas. Falló la madre, claro. Pero ninguno de los que allí pasaban atinó a detenerla. La situación era evidentemente grave. El niño corría serios riesgos. También, entonces, falló "la aldea". El cuadro de Escher quedó vacío. Ni una mano, ni la otra. Muy grave.
Sé que esta es una situación extrema. Pero debemos preguntarnos cómo estamos criando a nuestros niños. Me temo que hay dos polaridades que se expresan con mucha frecuencia: el exceso de complacencia y la falta de límites por un lado, y el déficit de responsabilidad y la indiferencia por otro.
En síntesis: el futuro se construye hoy en el cuidado y desarrollo adecuado de nuestros niños y jóvenes. Cambiar esto es una clave de un mejor futuro.
Para concluir: no deseo que este escrito suene a apocalíptico. Hay muchas cosas que hacemos bien los argentinos. Pero estoy hablando de tendencias y resultados.
Así como el éxito no es un destino, el fracaso tampoco. Ni mucho menos. Pero los problemas no se resuelven si no se reconocen. Y confío en que tenemos la capacidad o podemos aprender y adquirirla para hacerlo.
Ernesto M. Rathge
Médico psiquiatra y psicoterapeuta
Publicado el 02/12/2018 en el suplemento MAS del diario "La Capital"
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