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Foto del escritorE. Rathge

Elogio (arbitrario) de la Navidad

Actualizado: 13 oct 2018

(A la memoria de mi padre Daniel, que siempre trabajó y nos cuidó, en silencio, como José el carpintero. Y a mis tíos, Mario Vecco, que me enseñó a hacer magia y Adolfo Rubio, el "gallego" asturiano, hombre bueno por demás, pastores de mi infancia que me ayudaron a aprender a jugar).





Esta misma noche, hasta en los confines más lejanos de la Tierra, cientos de millones de personas celebrarán la Nochebuena. Se conmoverán ante lo que ellos sienten como el nacimiento del Hijo de Dios. Y sin que sea necesario que todos sintamos lo mismo, podemos reflexionar acerca de tal acontecimiento de tanta inscripción en nuestra cultura.

Amo la Navidad. Desde que tengo memoria.

Es que uno empieza a adquirir lo que luego lo acompaña durante gran parte de su existencia, en la "patria de la infancia".

Era una fiesta muy importante en mi familia, y no porque fueran especialmente religiosos. El nono suizo era protestante calvinista. La nona italiana, inclasificable. Pero celebrábamos la Navidad con entusiasmo e intensidad. Y hubo una época en la que estábamos todos.

Mi madre armaba, en casa de mis nonos (donde aún vivo) un hermoso pesebre. Había hecho pintar un telón del cielo de Belén con el que cubría toda una pared. Luego con objetos varios a los que modelaba con papel crepe marrón simulaba las montañas. Los pastores con sus ovejitas descendían por ellas y en el centro la casita del pesebre con el niño en su cunita de paja, María, José y la vaquita y el burrito dándole calor con su aliento. En uno de los extremos un gran lago simulado con un espejo, con puente y todo, y patitos y algún barquito que ella misma construía. Como mi madre era bastante ansiosa los Reyes estaban desde el primer día.

Palmeras en las bases de las montañas y nieve de algodón en las cúspides completaban, con incongruencia, la escena que a mí me fascinaba. Los chicos del barrio venían a ver el pesebre varias veces. Y también algunos vecinos.

Al lado, el arbolito que recuerdo enorme (cuando uno es niño todo parece más grande) con bolas rojas y doradas que se rompían fácilmente. Para Nochebuena venían todos. Todos eran muchos.

Siempre había alguno ofendido. "¿Viene el tío Arturo, nona?". "Ma, andá a saber. Con la loca mujer que tiene ahora" (su hermano había enviudado y mi nona no le perdonaba su pronto casamiento con una joven mujer a la que, despectivamente, había apodado "La ñaña"). Pero el tío venía y reinaba con sus canciones a capella y sus cuentos picarescos que los chicos escuchábamos clandestinamente.

Se brindaba con sidra (el champagne no había irrumpido todavía), y luego nueces, turrones, higos, castañas. La nona recordaba las navidades frías de su Italia, a la que nunca volvió. Al tío Arturo se le escapaba una lágrima que su joven nueva esposa se apuraba en enjugar con impecable pañuelo blanco. La nona la miraba con desdén y guiñaba un ojo. "Traigan el pan dulce", ordenaba.

Después de doce, todos a la vereda. El tío Mario, uno de esos seres entrañables que encantan a todos sus sobrinos, era el encargado de la pirotecnia (en esa época se respetaba poco a las mascotas). Petardos varios y cañitas voladoras que el tío manejaba con extrema prudencia. Otra vez todos los chicos de la cuadra venían a observar el "espectáculo". Los niños sólo teníamos permitido las "estrellitas" (unos palitos que despedían chispitas mientras los girábamos).

La cuadra, poco a poco, se llenaba de vecinos que saludaban y sacaban sus sillones para "tomar fresco" y quizás, algo más. Los chicos correteábamos con nuestros flamantes juguetes en el medio de la calle (de tierra) hasta que el sueño nos ganaba y terminábamos dormidos en la falda de alguna madre o alguna vecina.

¡Cómo no amar la Navidad!

Pero deseo, lector, preguntarme ahora, ¿tiene algo que ver esta secuencia que acabo de relatar con la que mi madre representaba en su inolvidable pesebre?

Creo que sí. Y mucho. Hay familias. Hay niños que celebran y son celebrados. Hay adultos que se encuentran en ese festejo. Con lo que son. Con lo poco o mucho que tienen. Hay alegría.

Esta misma noche, hasta en los confines más lejanos de la Tierra, cientos de millones de personas celebrarán la Nochebuena. Se conmoverán ante lo que ellos sienten como el nacimiento del Hijo de Dios. Y sin que sea necesario que todos sintamos lo mismo, podemos reflexionar acerca de tal acontecimiento de tanta inscripción en nuestra cultura.

¿Es un hecho religioso? Claro que lo es. Pero no es sólo eso. Va más allá. De un modo u otro a todos nos afecta. Seamos o no religiosos. Sin ir más lejos, quien esto escribe, creció como católico cuando niño y adolescente. Bautismo, primera comunión. Y con el curso de la vida, por reflexión propia, devino agnóstico (a lo Borges que no se declaraba ateo para evitar la soberbia de la certeza).

Es que la tierna imagen del pesebre de Belén nos trae noticias de la esencia amorosa de nuestra existencia. La que se da en la familia, en el cuidado y crianza de nuestros niños. Tal vez el relato religioso ha tenido la enorme virtud de recoger esta esencia y originarse en ella.

Un hombre valiente, trabajador y silencioso como José, cuidando a su familia de la locura violenta de Herodes, el tirano de turno. Una dulce mujer, María, acunando a su bebé en la humildad despojada de un pesebre. Las personas simples del lugar convocadas por la alegría de tamaño suceso, acudiendo a testimoniar su afecto.

Tres poderosos Reyes peregrinos que llegan guiados por una estrella y que se inclinan reverentes ante la magnitud del hecho, y entregan algo de la mejor de sus pertenencias. Oro, incienso y mirra.

¿Es mundano mi relato? Tal vez. Pero no irrespetuoso con lo religioso. Al contrario. Valoro el mensaje que de allí proviene.

Creo, lector, que cada hogar es, a su manera, un pesebre donde nace y se cría a un niño, o varios, pequeñitos y frágiles como el niño de Belén. Y en algún sentido iguales a él. Y creo que eso, el hecho maravilloso de un nacimiento, es lo que se celebra como central en Navidad. Y también se celebra nuestro deseo de encuentro con nuestros otros significativos. En la intimidad de un hogar, ese sitio al que no se va , se vuelve día a día. Nuestro refugio y nuestra razón de ser,porque ahí se realiza lo más importante de nuestra existencia.

Sé que a veces las Navidades implican tristeza.

No siempre estamos todos, y el recuerdo de los que ya no están se instala inevitable. Créame que por mi vida y por mi profesión sé de esto especialmente. Pero conviene evitar el aislamiento. Estar con quienes queremos es una de las mejores "medicinas". Aunque sean poquitos.

A veces aparece el enojo. No es infrecuente un/a cuñado/a no muy tragable por ejemplo. O el vitel no estaba tan rico y trajeron de menos "como todos los años". O algún primo se pone cargoso porque el "clericó" le cayó pesado. Ahí conviene imitar a mi nona que evitaba, por amor su hermano, "degollar" junto al arbolito a "La Ñaña". A cada rato decía, "tengamos la fiesta en paz". Creo que ella y su joven cuñada inventaron la frase.

A veces no se puede con el enojo. Entonces la distancia es la mejor receta. No es bueno pelear en Navidad. Y, en lo posible, nunca.

Se dice también, y tal vez algo de esto ocurra, que la Navidad ha sido tomada por el consumismo. Se acusa de ello a los shoppings y a Papá Noel, con su extraña logística de renos y duendes. Me gustaría afirmar, que si se evita el exceso, esto no es más que la consecuencia de la prolongación en el adulto, del placer del niño de recibir regalos. Es el grato ruido de papeles arrugados al lado del arbolito, cuando ansiosos, lo reconozcamos o no, nos lanzamos a ver "que nos ha traído Papá Noel". Y no faltará el inevitable "tía, la remera es muy linda pero éste año engordé un poco". "No te preocupes, en la bolsa hay un ticket de cambio". "Pero cómo, ¿no te lo trajo Papá Noel?", protestará Nacho, uno de mis nietos, seguidor declarado de Santa Claus. "Se lo trajo en lo de la tía", le miente Juanita la más grande, que "ya sabe". Lola de nueve, sonreirá en silencio, porque "sabe" pero no le gusta.

Y Martín estará presente, pero lejos, en Barcelona. Tommy, chiquito, es posible que a esa altura ya esté dormido.

Ahora ellos, mis nietos, son los que corren entre el arbolito y el pesebre que arma mi mujer, agnóstica uruguaya, cada 8 de diciembre, religiosamente.

El artículo debe terminar. Aunque el corazón se me apretuje de recuerdos que desearía contarles.

Compartimos un año grato, lector. Al menos así sentí yo, y agradezco a La Capital que me lo haya permitido. Me la pasé muy bien escribiendo estas "Cajas Chinas" en el suplemento Más.

Uno escribe, también, para uno mismo.

También agradezco a Andrés Maknis que ilustró varias notas.

Quiero despedirme con un saludo especial, que es a la vez el título de una película de la que ya conversamos y que cuenta cuando una guerra se detuvo en Navidad (hecho cierto, no novelado). Muchos dicen que fue un milagro. Yo creo que no. Que simplemente la Navidad, el pesebre, estimulan aún más lo que todos los seres humanos poseemos: la capacidad de amar y también la necesidad de ser amados.

Entonces, "Joyeux Noël", lector, para usted y su familia. Y hasta pronto, de alguna manera.


Ernesto M. Rathge

Médico psiquiatra y psicoterapeuta

Publicado el 24/12/2017 en el suplemento MAS del diario "La Capital"



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