Comienzo a escribir mientras tomo un café en un bar.....
Solemos mirar a las instituciones de nuestra sociedad esperando de ellas respuestas que no aparecen. El gobierno, la escuela, la justicia. Y esto se traduce en gestos de fastidio y/o impotencia que se entienden, claro. ¿Cuándo serán las cosas diferentes?
(Comienzo a escribir mientras tomo un café en un bar. Una niñita se acerca a venderme biromes. Decido comprarle una. "¿Cuál es tu nombre?", le pregunto. "Keila", me contesta, "es un nombre que mi mamá sacó de la Biblia. Un hermanito mío se llama Jesús y otro, Job". "Keila es el nombre más lindo", le digo. Sonríe. Y con la birome escribe su nombre en el diario que esta sobre mi mesa. "Que Dios lo bendiga", saluda. Y se va contenta, creo. Tres o cuatro minutos después, otra niña se acerca y me ofrece más biromes. Ya no compro de nuevo).
No todas las historias, lector, merecen una bella canción. Algunas son tristes, oscuras, traen a cuenta lo peor de nosotros. Ni la linda sonrisa de Keila las ilumina.
Voy a perturbar su, imagino, plácida mañana de domingo, con algunas reflexiones. Necesito convocar para ello imágenes poco gratas. Pero si el lector confía, tal vez termine valiendo la pena.
En estos días los diarios, los noticieros de la tele, las redes sociales, se han saturado de situaciones de adolescentes en extremas interacciones violentas. Se encuentran a la salida del colegio y se traban en luchas encarnizadas con la evidente intención de lastimarse. Varones entre sí. Chicas que jalan sus cabellos y esparcen los contenidos de sus mochilas. Los compañeros casi no intervienen. Sólo observan.
Algunos filman con sus teléfonos. En general nadie atina a separarlos. A veces, hasta aparece algún cuchillo.
Violencia inútil (como si hubiera alguna útil), carente de todo sentido. La explicación al uso: "Es para subirlas a las redes", me parece torpe, escasa. En todo caso puede pensarse que las "suben" para que los adultos los veamos. Porque en esas escenas los chicos están solos. No sólo hay violencia. También hay indiferencia.
Mundo sin adultos que intercepten, que protejan con un límite. Mundo anómico. Sin normas. Sin ley.
Podría haber convocado otras imágenes equivalentes. La violencia sobre la mujer por ejemplo. O el descuido de los niños por exceso ("el niño rey") o por defecto. (Keila se coló en la "fotografía" y habla por sí sola).
Elegí la de los jóvenes, tal vez, por la terrible frialdad que transmite. ¿Adolescentes tajeados por otros adolescentes con un cuchillo tramontina? ¿Qué nos está pasando? ¿Qué podemos/debemos hacer?
Quien esto escribe, lector, ejerce desde hace ya más de cuarenta años el oficio de psiquiatra psicoterapeuta. Escucho historias de sufrimiento, trato de ayudar a que sean comprendidas de otra manera y, en lo posible, a encontrar formas de salir de la encerrona que producen a quienes la padecen. Converso. Doy consejos. A veces, pocas, indico psicofármacos. Así trabajo.
Mi enfoque es pues, desde las psicociencias. No tengo respuestas sociológicas o políticas. Me exceden. A veces busco en la filosofía, en la etología, en la antropología y ahí amplío mi horizonte.
Intentemos contestar esas preguntas. Vamos entonces. Lo haré con mis recursos.
Ya lo hemos dicho otras veces. Los seres humanos somos productos de la ternura relacional que se origina en la intimidad de nuestra familia, donde somos acogidos al nacer. La emoción que nos constituye es la del amor, y desde ahí se origina nuestra condición de seres sociales que buscan permanentemente — y necesitan como el aire — el encuentro afectuoso con los otros.
La violencia y/o indiferencia rompen esta matriz constitutiva y producen inevitable sufrimiento. No son un destino escrito. Tan sólo una opción o un desvío. Pero que se está convirtiendo en demasiado frecuente.
Solemos mirar a las instituciones de nuestra sociedad esperando de ellas respuestas que no aparecen. El gobierno, la escuela, la justicia. Y esto se traduce en gestos de fastidio y/o impotencia que se entienden, claro. ¿Cuándo serán las cosas diferentes?
El enfoque que voy a proponerle parte y vuelve de cada uno de nosotros. Hace poco "reencontré" en un reportaje al filósofo francés Michel Onfray. Contestatario e intenso en sus posiciones, Onfray hace eje en el valor de "cambiarse a sí mismo".
Busca en los filósofos cínicos y epicúreos de la antigüedad recursos conceptuales que se opongan al odio, que es la emoción que ataca los vínculos y la inteligencia.
El odio nos estupidiza, anula nuestra capacidad de entendernos y entender a los otros.
Hay una fábula, la del colibrí, simplificante pero muy útil como la mayoría de las fábulas. Onfray la utiliza.
Un voraz incendio se desata en un bosque. Los animales huyen del fuego. Pero un leopardo repara en un pequeño colibrí que va en sentido contrario... ¡hacia donde están las llamas! Y vuelve a salir y a entrar varias veces.
"¿Por qué haces esto?", lo interroga el leopardo. "Busco agua en el lago y la llevo en mi pico para apagar el fuego", contesta el colibrí. "¡Pero eres tan pequeño! Para qué servirá tu agua?". "Seguro que sirve", dice el pajarillo: "Yo, hago mi parte".
Los pequeños liliputienses logran controlar al gigantesco Gulliver con lazos ínfimos con los que lo van atando hasta inmovilizarlo. De eso se trata el "principio de Gulliver", del que también habla Onfray. Del poder que cada uno de nosotros tiene para intentar un cambio. Y que se potencia cuando otros también lo intentan.
En las relaciones que establecemos con las personas con las que interactuamos se abren espacios de enorme potencialidad donde emociones ligadas a la cordialidad, el respeto por la norma, al cariño, a la responsabilidad, cincelan una realidad diferente.
"Creo en la ejemplaridad", dice Onfray. "Uno es para sí el eje en torno al cual se envuelve la vida de los otros. En este orden de ideas, desde que somos dos, ya nos encontramos ante una comunidad. Por eso, la pareja es el primer módulo político al cual le sigue la familia, sea cual sea su composición. Y las relaciones. Es como esos círculos que se forman cuando tiramos una piedra al agua" (Revista Ñ, nº 713).
Tenemos mucho más poder del que nos imaginamos lector, para hacer que las cosas sean diferentes. Debemos comprender nuestros límites, por supuesto. Para Keila no tengo más que compasión y respeto. Y quizás si, aquí, debería emitir una breve opinión política, que, reitero, no es el motivo central de estas reflexiones. La democracia, como decía Winston Churchill , "el peor sistema de gobierno excepto todo lo demás", nos da la oportunidad de ejercer el poder de ciudadanos en nuestro voto y en nuestra participación. Debemos ser muy cuidadosos en quienes elegimos para que nos representen, nos cuiden y protejan, sobre todo a los miembros más frágiles de nuestra comunidad. Como Keila.
Volvamos. En esos círculos concéntricos que se originan cuando, en el juego de la vida "arrojamos nuestra piedra al estanque", es mucho lo que podemos hacer.
Emitiré una opinión que supongo, polémica. La responsabilidad inicial respecto de los adolescentes que se agreden no está en la escuela, en la policía, en el Estado. Está en sus adultos referentes que ejercen o no, desde su presencia o ausencia, la potestad de enseñarles a sus hijos el hacerse respetar y el respeto a los otros. Luego vienen las instituciones, cuya acción adecuada suponiendo la ejerzan, se potenciará o no, según lo que hagan o dejen de hacer los adultos responsables de esos chicos. No son travesuras lector. Son formas de destructividad que deben ser detenidas. Estas y muchísimas otras equivalentes.
Pensando así, el poder vuelve a nosotros. Con la carga de esfuerzo y responsabilidad inevitables.
Se trata de la revolución de los pequeños. "Si somos capaces de revolucionar nuestra relación con el otro, entonces estamos contribuyendo a esa revolución, la única que cuenta", afirma Onfray.
Responsabilizar no es culpabilizar. No hablo de culpa, lector.
Y sé, me consta, mi trabajo y mi existencia así me lo han enseñado, de lo difícil que es la construcción de lo cotidiano para todos. Problemas y dolores nos acosan por doquier. Pero algunos son gratuitos, porque dependen de nosotros y podemos evitarlos, pues sobre ellos tenemos directa incidencia.
Esa es nuestra oportunidad.
(Esta nota se resiste a ser cerrada. Escucho en la radio un reportaje a un joven que todas las mañanas abre las puertas de su casa y da una taza de café con leche caliente a quien se lo pida. Cuenta que cuando era chico pasó frío y hambre. "Y ahora trato de que las cosas sean diferentes, al menos para algunos", dice. "¿Y quien te da el dinero?", le pregunta el periodista. "Bueno yo pongo algo, Y también los vecinos". Sin dudas, un colibrí).
(Continuará)...
Ernesto M. Rathge
Médico psiquiatra y psicoterapeuta
Publicado el 25/06/2017 en el suplemento MAS del diario "La Capital"
Comments