Algunos improbables futuros distópicos y otras yerbas.......
Se dirá que las máquinas, dotadas de inteligencia artificial pueden dominarnos. Ellas serían los futuros dioses. ¿Pero quién crea las máquinas? ¿Algún extraterrestre quizás?
El concepto de que “alguien” puede digitar nuestras elecciones, manejar nuestros
pensamientos y predecir nuestras acciones crece día a día. Conviene detenerse un poco
y reflexionar sobre estas afirmaciones, porque confunden y no pocas veces, asustan.
Allá por los años setenta, una novela de ciencia ficción “Chip el del ojo verde” de Ira Levin, captó la atención de muchos de nosotros.
Se refería a una sociedad ficticia, distópica, indeseable en sí misma.
Las personas eran todas iguales, ya que habían sido clonadas, y las gobernaba una
computadora gigante, que les administraba fármacos para sedarlas a la par de imponer
reglas de comportamiento muy rígidas que todos obedecían, so pena de ser reprimidos.
Aparentemente era un mundo feliz, si se exceptúa “el detalle” de que quienes allí vivían,
carecerían de la más mínima autonomía.
Chip, el protagonista, posiblemente impulsado por la anomalía de tener un ojo de distinto color, percibe que algo no cierra y comienza a investigar, es decir, a desobedecer.
Imagine lector, en esos años la novela nos pareció un himno a la rebeldía. Pero claro,
enmarcada en la más plena fantasía.
Por estos tiempos, escritores de notable difusión, filósofos ellos, como Yuval Harari, autor del best-seller “Homo Deus”, abordan temáticas similares a la de “(Chip…)” pero no desde la ciencia ficción precisamente. Lo hacen desde un supuesto saber científico.
Postulan la existencia de un mundo donde los seres humanos iremos perdiendo
individualidad para ser simples instrumentos de factores de poder que nos dirán que
comprar, que políticos elegir y cuán felices somos o debemos ser.
Harari afirma que nuestros cerebros “son pirateables” y basa esa posibilidad en tres
elementos que, según él, se están desarrollando: “sólidos conocimientos en biología (en
especial neurociencias), muchos datos y una gran capacidad tecnológica”.
El Doctor Harari vende muchos libros argumentados y muy bien escritos, pero creo que
sus afirmaciones merecen mirarse con cuidado.
El extraordinario auge de las neurociencias y el estudio del cerebro, apoyados en un gran desarrollo tecnológico, han permitido valiosos aportes a las ciencias médicas, pero en el intento de extrapolarlos a la comprensión filosófica de la vida humana se ha generado una singular falacia que se expresa de esta manera: “todo está en el cerebro”.
Desde allí se afirma que mi genética y mi neuroquímica definen lo que deseo, a quién voy a amar, que hago en la vida. Carezco de libertad y si alguien más poderoso decide
manipularme, no tengo defensa alguna. ¡Pueden tomar mi cerebro por asalto! como en un abordaje pirata, y decidir por mí el rumbo de mi nave.
Dice Harari: “La Inquisición y la KGB, nunca lograron penetrar en los seres humanos
porque carecerían de esos conocimientos. Ahora en cambio es posible que tanto las
empresas como los gobiernos cuenten pronto con todo ello, y cuando logren piratearnos no sólo podrán predecir nuestras decisiones, si no también manipular nuestros sentimientos.”
Predicción infundada si las hay, más propia de un guion de la serie televisiva “Black
Mirror”, que probablemente el lector conoce.
El problema es confundir ciencia ficción con ciencia. En los setenta era más fácil
distinguirlo. Las maravillas de la tecnología lo dificultan, un poco, ahora.
Es posible que el auge de estas ideas se base además, en que generan una sensación de
desresponsabilización por nuestra vida. “No es que elegimos mal, nos están
manipulando”.
Y trae a cuento erradas concepciones cerebrocentrícas, que afirman que en nuestro
cerebro hay zonas para tal o cual cosa y que la tecnología de punta actual va a
descubrirlas.
Por ejemplo, los especialistas en neuromarketing, avalados por científicos de dudosa
ética, mucho más interesados en expandir sus cuentas bancarias, que el horizonte del
conocimiento humano, buscan con ahínco el “botón de compra” en nuestro cerebro.
Constatar, con una resonancia magnética por ejemplo, que en el cerebro se activa una
zona cuando compramos algo (si eso fuese así exactamente), no indica que exista lo que
buscan. Mientras ésto escribo o mientras ud lo lee, en nuestro cerebro, es seguro que se activan circuitos neuronales. Pero eso no significa que se determine desde allí, que yo decida escribir o ud decida leer. La vida no puede reducirse a un circuito neuronal
activado. Disparate.
El tipo de cerebro que los seres humanos poseemos es producto de cientos de miles de
años de evolución y son los modos de relación de las personas con su ambiente lo que lo han desarrollado. No existe como hecho aislado, omnipresente. Es nuestro privilegiado instrumento, pero somos mucho más que un conjunto de neuronas y reacciones neuroquímicas.
El otro tema es el de las Big data. Los datos permitirían dominar el mundo, pues según
esta concepción, los seres humanos somos “algoritmos predecibles”.
Esta pasión por los datos ha llegado a generar una especie de “religión” que tiene nombre y todo: “datoísmo” que “no venera a dioses ni al hombre: adora los datos” (Harari).
Otra “mentirilla” se desliza aquí. Si un publicista desea promover la venta de un producto o un político usa encuestas, es probable que los datos lo ayuden a orientarse. Es más, y ésto suelen hacerlo los políticos, pueden usarlos manipulativamente. Pero en el fondo siempre están la calidad del producto o el valor de una propuesta. Las preferencias emocionales y las razones, son las que en definitiva orientarán, más tarde o más temprano, nuestras decisiones. Podemos equivocarnos en ellas, claro, pero no somos estúpidos (o podemos no serlo).
El poder de la tecnología informática, el tercer elemento de la “penetración cerebral”, no
es más ni será nunca más, en tanto creación humana, que un medio y no un fin.
Google o Facebook podrán saber que miro o que digo. Pero nunca sabrán lo que yo no
esté decidido a decirles.
Y agrego algo más. Así como la imprenta revolucionó a la humanidad pues permitió una
distribución del conocimiento que estaba sólo en manos de unos pocos, internet es una
notable posibilidad de democratizar mucho más los saberes y ponerlos a mano de miles
de millones de individuos. Como vamos a demonizar un instrumento tan valioso creado
por la inteligencia humana? O decidiremos “quemarlo” como la inquisición quemaba los
libros disidentes y, no pocas veces, a los que los escribían también?
Es nuestra decisión, tomar con prudencia esos saberes y enseñarles a nuestros hijos y
jóvenes a hacerlo (aunque en este tema más bien ellos nos ayudan a nosotros).
Es bueno remarcar que una mayor capacidad de encuentro y de solidaridad “viaja” por las vías de internet. Debemos ser cuidadosos en utilizarlos correctamente pero sería un grave error desecharlas.
El Dr. Harari insiste, y al botón de compra mencionado, agrega el del miedo, el del odio o la codicia. Por supuesto que éstos son sentimientos que nos son propios, pero es la
interacción con nosotros mismos y con los otros los que los disparan. No la activación por alguna extraña tecnología, de una zona del cerebro.
Es en el mundo de las relaciones, en nuestra vida social, donde se juega nuestra
existencia. No en el intento trasnochado de manipulación que pretenda gestarse en un
laboratorio.
Por último, la gran falacia. Cuando éstos autores se refieren a “empresas”, “gobiernos”,
malvados y superpoderosos, evitan decir con claridad que no son abstracciones, que
están constituidos por personas. Y entonces ¿Quién manipula a los manipuladores? O
son suprahumanos con una biología que los inmuniza?
Los griegos más inteligentes y poéticos no atribuían sus desventuras ni a los gobiernos ni a las corporaciones. Inventaron los entretenidos dioses del Olimpo. Pero mientras tanto reflexionaban. Y así, crearon la filosofía y la democracia.
Se dirá que las máquinas, dotadas de inteligencia artificial pueden dominarnos.
Ellas serían los futuros dioses. ¿Pero quién crea las máquinas? ¿Algún extraterrestre
quizás?
Chip el protagonista de nuestra novela resuelve bien el tema, porque descubre y entiende lo que debe hacer. Se da cuenta. Nunca renuncia a la autonomía que le otorga el pensar.
(No contaré el final lector, por si decide buscar el libro y leerlo).
Pero en estas afirmaciones apocalípticas tecnofilosóficas que tanto entusiasman a no
pocas personas hay, como en todos los decires humanos, porciones de verdad. Después
de todo, hasta un reloj descompuesto, dos veces al día da la hora exacta.
Existen seres humanos que intentan dominar a otros. La historia y el presente nos lo
demuestran.
Siempre intentan hacerlo desde la manipulación, el ejercicio desmedido del poder, la
violencia.
Pero no estamos indefensos ante ellos. No somos “algoritmos predecibles”, insisto.
Podemos pensar, podemos crear, podemos sentir junto a los otros. Nadie puede
apoderarse de nosotros como si fuésemos gusanos impotentes. Nuestra larga historia que nos trae desde la selva así lo atestigua. Aunque hemos cometidos errores terribles y no estamos exentos de seguir haciéndolo, han sido muchos más los aciertos.
Es el ejercicio de nuestra potencia de existir a la que no debemos renunciar, donde vive
nuestra fuerza. O sea, la construcción permanente de la mayor autonomía posible. Junto a los otros, claro, que autonomía no es aislamiento.
¿Cerebro pirateable? ¡Tonterías! ¡Solo si uno lo permite!
Ernesto M. Rathge
Médico psiquiatra y psicoterapeuta
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