Sábana y mantel, como decía la hermosa canción de María Elena Walsh. Quizás esa sea la más sabia de las recetas.
Cuando los griegos declaran la guerra a Troya, todos los reyes son convocados a formar un poderoso ejército que debía conquistar la mítica ciudad. Pero Ulises no deseaba ir a la guerra.
Los mitos hablan de todos nosotros. Por eso trascienden los tiempos. En especial los mitos griegos que dan cuenta de modos de existencia individuales y sociales aún vigentes.
Por ejemplo el mito de Ulises, quizás el más humano de los héroes griegos. Ulises vivía con su esposa Penélope y su pequeño hijo Telémaco, en una isla del Mediterráneo llamada Ítaca en la que reinaba con sabiduría.
Cuando los griegos declaran la guerra a Troya, todos los reyes son convocados a formar un poderoso ejército que debía conquistar la mítica ciudad. Pero Ulises no deseaba ir a la guerra. Era feliz en Ítaca junto a su familia y su pueblo. Y entonces, urde una estratagema. Ulises, "el de las mil tretas", era famoso por su astucia.
Manda a decirle a Menelao, el rey convocante, que "enfermó de locura", y que no puede ir a la guerra. Pero el espartano no le cree, y envía emisarios a Ítaca a comprobar el estado de Ulises, quien prepara entonces una escena de simulación.
Se ata a un arado junto a una yunta de bueyes y, ataviado con un sombrero estrafalario, comienza a surcar la tierra profiriendo gritos y arrojando sal en vez de semillas.
Los advertidos reclutadores sospechan y deciden ponerlo a prueba. Colocan al pequeño Telémaco en la línea del surcado. Si Ulises está "loco de verdad" destrozará a su hijito con el arado.
Pero él jamás haría tamaña cosa. Desvía el arado. Describe un semicírculo en la tierra y salva a su niño. Pero deberá ir a la guerra.
Heinz Kohut, prestigioso psicoanalista austroamericano, toma esta escena mitológica y concibe la idea del "semicírculo de la salud mental", pues entiende la acción de Ulises como el símbolo constitutivo de lo humano, ya que implica protección y ternura, esenciales para el cuidado de nuestros niños. Cuando esa protección y ternura fallan, sufrimos y hasta nos enfermamos.
Kohut no cree que la cultura surja de la represión y la confrontación. Por el contrario, sostiene que la interacción cooperativa es la determinante. El hombre es lobo del hombre sólo si decide serlo. La violencia relacional no es, por tanto, constitutiva y primaria, sino electiva y secundaria.
Ulises, protegiendo a su "cachorro", funda lo humano, pues "somos los niños que criamos", como diría Humberto Maturana.
Debe partir al horror de la guerra, y deja a su hijo protegido por su madre, Penélope, que lo ama y cuida, y por su amigo Mentor, "el más sabio de los hombres", que lo acompaña e instruye. También le promete a Penélope retornar, y ella le cree. Por eso lo espera veinte largos años aunque deba "tejer y destejer".
La escena del semicírculo la situamos en el contexto de la inteligencia ética. Aquí el protagonista no se centra en "su ventaja", sino en el cuidado del otro, del más débil, aun a costa de su propio perjuicio.
Cierto es que las conductas altruistas, que de ellas se trata, forman parte de nuestro bagaje biológico. Los etólogos, especialmente los primatólogos, nos enseñan a distinguir que en los mamíferos superiores como los bonobos, por ejemplo, simpáticos monitos parecidos a los chimpancés, las conductas altruistas forman parte de la interacción cotidiana, sobre todo en el cuidado de las crías.
En la inteligencia ética, que los seres humanos, insistamos, desarrollan más allá de ese bagaje biológico, la eficacia como fin se subordina al registro del otro.
La expansión notable de esa inteligencia, que funda lo social, es la que nos distingue como tales.
En la Odisea, es decir el relato del retorno de Ulises a Ítaca, luego de Troya, esto vuelve a patentizarse con otra acción que complementa la del "semicírculo": la acción del retorno.
En esta acción de retorno, Ulises profundiza su creación de lo humano, pues va perdiendo su condición de héroe para tornarse simplemente un hombre que vuelve a vivir y morir junto a los suyos.
Los héroes no mueren en su casa, junto al fuego, de viejos, como lo desean los hombres sencillos. Los héroes mueren en batallas, en medio de grandes conquistas o grandes derrotas.
Aquiles, por ejemplo, es el héroe mitológico por excelencia. Muestra su furia en cada batalla. No quiere devolver el cadáver de Héctor, el príncipe troyano a quien derrota luego de la muerte de su amado Patroclo. Y es el frágil Paris quien da cuenta de él, al herir su talón vulnerable.
Aquiles es un "verdadero héroe". Mata y muere hasta el final.
Ulises elige no serlo. Le importa demasiado su familia y entonces emprende el retorno. Los "héroes" no retroceden, siempre avanzan.
En su vuelta a Ítaca, Ulises se va despojando del ropaje de la omnipotencia y entonces aprende a ser un hombre de verdad.
Por ejemplo, cuando se burla del derrotado cíclope Polifemo, gritándole su nombre con soberbia: “¡No soy Nadie, imbécil! ¡Soy Ulises, rey de Ítaca!”. Y entonces Poseidón, rey de los mares y padre del infortunado monstruo, se entera de su identidad y descarga sobre Ulises una terrible tormenta que lo lleva al naufragio.
Los griegos no toleran la hybris, el pecado de orgullo desmedido, de soberbia. Ofende a sus dioses, es decir, a su cultura.
También aprende Ulises a reconocer que no todo lo puede, a aceptar el límite, y se hace atar al mástil del barco para no sucumbir al canto de las sirenas, sin renunciar a la posibilidad de oírlas.
Pero es en la isla de Calipso donde adquiere definitivamente su condición de mortal, al no aceptar los dones de inmortalidad y eterna juventud que la bellísima ninfa le ofrece, a cambio de que la acompañe para siempre. Ulises se construye, entonces, como hombre. Es el recuerdo de su Ítaca el que lo inspira a rechazar tan tentadora oferta.
El mito recurre a la acción de elección para relatar este episodio. Sabemos que la mortalidad, la finitud, es inevitable, por tanto no se elige. Pero lo que metaforiza el mito es la aceptación consciente de límite, que, lejos de restringirnos como a veces sentimos, nos organiza y potencia.
Ulises vuelve. Pensemos en la delicia del retorno a casa luego de una ardua jornada. Todos sabemos de ello.
A casa no se va, se vuelve. Y cuando no podemos volver aparecen el malestar y la añoranza.
“La vida es una parábola de los retornos”, dice el filósofo español Josep María Esquirol en la contundente sencillez de sus conceptos y sigue: “En la actualidad el retorno se produce desde el seno de la sociedad de la distracción, de la velocidad y de la impersonalidad”.
La casa es mucho más que las paredes. Es el espacio del cobijo, del encuentro en intimidad con nuestros otros significativos. Es donde se recuperan las fuerzas para volver a salir, pues no es un lugar de encierro, de aislamiento. Es el fuego, o la mesa. Es compartir el pan, que, como recuerda Esquirol, es “con-pan”, “compañía”. De allí la opción de evitar la tentación de lo heroico, de la conquista permanente, de la búsqueda del éxito como modo de existencia.
La escena del retorno se impone. Y en ella, junto a la maravillosa acción del cuidado de los niños y el resguardo de los jóvenes se crea, insistamos, lo humano.
Ulises logra volver a Ítaca junto a los suyos.
Aquí “suyo” no es un posesivo. Es tan sólo un indicativo del lugar de cada uno. Ulises no siente a su familia y a su casa como una posesión, sino como la verdadera razón de su existencia.
Penélope también siente “suyo” a Ulises y por esto, confiada, lo espera. Y Telémaco, que ama a su padre a pesar de su larga ausencia, lo reconoce y le ayuda a recuperar el trono asediado.
Hay violencia, claro. Pero el relato mítico termina de un modo notable. Zeus, dios de dioses, le pide a Atenea, diosa del hogar y la sabiduría, que enseñe a los hombres a no destruirse, a lograr la paz. Devienen entonces, simples mortales viviendo en la paz de su tierra, de su casa, de su lar.
En estos días se cumple un año de un notable y singular apagón eléctrico que dejó sumida a Rosario en una absoluta oscuridad.
Como si en un instante hubiéramos retrocedido miles de años, las luces se apagaron y todos al unísono tuvimos la necesidad de volver a casa. Las calles se llenaron de Ulises que retornaban a proteger y a protegerse con los suyos. Todos volvimos. Sin incidentes. Sin violencia alguna. A jugar con nuestros niños. A esperar a nuestros jóvenes que necesitan que estemos allí, cual faros, para ayudarlos a evitar el extravío al que, no pocas veces, la vida moderna les induce.
Sábana y mantel, como decía la hermosa canción de María Elena Walsh. Quizás esa sea la más sabia de las recetas.
Ernesto M. Rathge
Médico psiquiatra y psicoterapeuta
Publicado el 09/10/2016 en el suplemento MAS del diario "La Capital"
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